Utilizar una fragancia todos los días puede parecer un asunto poco práctico, un brindis al sol de la sofisticación y el esnobismo. Es natural pensar en este gesto cotidiano como una suerte de sacrificio en el altar del reconocimiento y la estima, una vez cubierto cumplidamente el resto de niveles de la pirámide de Maslow –por este orden: fisiología, seguridad y pertenencia–. Habrá quien opine que el acto de perfumarse está, de hecho, en un escalón superior: el de la autorrealización; que, aburridos de nuestro bienestar, buscamos diferentes fórmulas para complicarnos la existencia con apetitos cada vez más caros y accesorios, desde una corbata de Hermès a un eau de toilette de Atkinsons.
Nos ponemos un perfume sobre la piel porque es lo siguiente, un paso lógico en el viaje que nos llevó de las cavernas a la conquista del espacio. Nos produce placer estético y moral, es la última capa de cultura que le agregamos a nuestra naturaleza animal para ocultar que, a pesar de todo, nuestro genoma es casi idéntico al de un chimpancé; o es, tal vez, un sucedáneo de las pinturas de guerra, la última incursión del homo sapiens en el universo mágico de los ceremoniales cinegéticos, aunque el coto de caza sea una oficina en el centro de Madrid o un bar de copas de madrugada.
Prácticamente a ningún hombre se le ocurriría salir en busca de una pareja para el apareamiento sin dotarse antes de una firma olfativa reconocible y en ese ritual –cimentado por la publicidad, el cine o la literatura– hay mucho de intuición y sabiduría ancestral. Porque perfumarse todos los días puede ser alguna de estas cosas o todas a la vez pero, en ningún caso, un acto inútil. A continuación, los porqués...